SAN FRANCISCO DE ASÍS
LA REGLA
Honorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a los amados hijos, el hermano Francisco y los demás hermanos de la Orden de Hermanos Menores, salud y bendición apostólica.
Suele acceder la Sede Apostólica a los piadosos votos y acoger de buen grado los honestos deseos de quienes le suplican. Por lo que, amados hijos en el Señor, atendiendo a vuestros piadosos ruegos, con la autoridad apostólica os confirmamos la regla de vuestra Orden, aprobada por el papa Inocencio, de feliz memoria, nuestro predecesor, inserta en las presentes, y con la protección de este escrito la corroboramos. La cual es así:
CAPÍTULO
Capítulo I
¡EN EL NOMBRE DEL SEÑOR !
Comienza la vida de los Hermanos Menores
1La regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad. 2El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. 3Y los demás hermanos estén obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores.
Capítulo II
Los que quieren abrazar esta vida,
y cómo deben ser recibidos
1Si algunos quisieran abrazar esta vida y vinieran a nuestros hermanos, envíenlos a sus ministros provinciales, a los cuales solamente y no a otros se conceda la autorización de recibir hermanos. 2Y los ministros examínenlos diligentemente de la fe católica y de los sacramentos de la Iglesia.
3Y si creen todo ello, y quieren confesarlo fielmente y observarlo firmemente hasta el fin, 4y no tienen mujer o, si la tienen, las mujeres entraron ya en un monasterio o, hecho ya el voto de continencia, les dieron licencia a ellos, con la autorización del obispo diocesano, y son de edad tal, que de ellas no pueda originarse sospecha, 5díganles la palabra del santo Evangelio (cf. Mt 19,21), que vayan y vendan todas sus cosas y se esfuercen por distribuirlas entre los pobres. 6Y, si no pudieran hacerlo, les basta la buena voluntad.
7Y guárdense los hermanos y sus ministros de preocuparse de sus cosas temporales, de modo que hagan libremente con ellas lo que el Señor les inspire. 8Con todo, si se requiere un consejo, los ministros puedan enviarlos a algunas personas temerosas de Dios, con cuyo consejo se distribuyan sus bienes entre los pobres.
9Después, concédanles las ropas del tiempo de probación, es decir: dos túnicas sin capucha, el cordón los calzones y el caparón hasta el cordón, 10a no ser que a los mismos ministros alguna vez les pareciere otra cosa según Dios.
11Y acabado el año de la probación, sean recibidos a la obediencia, prometiendo observar siempre esta vida y regla. 12Y de ningún modo les estará permitido salir de esta Religión, conforme al mandato del señor Papa, 13porque, según el santo Evangelio, nadie que pone la mano en el arado y mira atrás, es apto para el reino de Dios (Lc 9,62).
14Y los que prometieron obediencia, tengan una túnica con capucha, y otra sin capilla los que quieran tenerla. 15Y los que se vean obligados por la necesidad, puedan llevar calzado. 16Y todos los hermanos vístanse de ropas viles, y puedan reforzarlas con piezas de sayal y otros paños con la bendición de Dios.
17A todos ellos les amonesto y exhorto a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que se visten de prendas suaves y de colores, y que toman manjares y bebidas delicadas, sino más bien cada uno júzguese y despréciese a sí mismo.
Capítulo III
El oficio divino, el ayuno
y cómo han de ir los hermanos por el mundo
1Los clérigos recen el oficio divino según la ordenación de la santa Iglesia Romana, a excepción del salterio, 2por lo que podrán tener breviarios.
3Y los laicos digan veinticuatro Padrenuestros por maitines; por laudes, cinco; por prima, tercia, sexta y nona, por cada una de estas horas, siete; por vísperas, doce; y por completas, siete. 4Y oren por los difuntos.
5Y ayunen desde la fiesta de Todos los Santos hasta la Navidad del Señor. 6 Y sean benditos del Señor los que voluntariamente ayunan la santa cuaresma, que consagró el Señor con su santo ayuno (cf. Mt 4,2), que comienza en la Epifanía y se prolonga durante los cuarenta días siguientes; y los que no quieren, no sean obligados a ello. 7Pero la otra, que durará hasta la Resurrección del Señor, ayúnenla.
8En el resto del tiempo no están obligados a ayunar, sino los viernes. 9Con todo, en tiempo de manifiesta necesidad no están obligados los hermanos al ayuno corporal.
10Aconsejo, también, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo, a que, cuando van por el mundo, no litiguen ni se enfrenten a nadie de palabra (cf. 2 Tim 2,14), ni juzguen a otros; 11sino sean apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, como conviene. 12Y no deben montar a caballo, a no ser que se vean obligados por una manifiesta necesidad o enfermedad.
13En toda casa en que entren, digan primero: Paz a esta casa (cf. Lc 10,5). 14Y, según el santo Evangelio; les está permitido comer de todos los alimentos que les pongan delante (cf. Lc 10,8).
Capítulo IV
Los hermanos no reciban dinero
1Mando firmemente a todos los hermanos que de ningún modo reciban dinero o pecunia, ni directamente ni por intermediarios. 2Sin embargo, los ministros y los custodios, y solamente ellos, provean con solícito cuidado, por medio de amigos espirituales, a las necesidades de los enfermos y el vestido de los hermanos, según los lugares y los tiempos y el frío de las regiones, tal como les parezca que lo exige la necesidad; 3salvo siempre que, como se ha dicho, no reciban dinero o pecunia.
Capítulo V
El modo de trabajar
1Aquellos hermanos a los que el Señor ha dado la gracia de trabajar, trabajen fiel y devotamente, 2de modo que, desechando “la ociosidad, enemiga del alma”, no apaguen el espíritu (Cf. 1Tes 5, 19) de la santa oración y devoción, al que las demás cosas temporales deben servir. 3Y como recompensa por el trabajo, acepten, para sí y sus hermanos, lo necesario para el cuerpo, excepto dinero o pecunia, 4y esto háganlo humildemente, como corresponde a quienes son siervos de Dios y seguidores de la santísima pobreza.
Capítulo VI
Nada se apropien los hermanos, la mendicación
y los hermanos enfermos
1Los hermanos no se apropien nada para sí, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna. 2Y, cual peregrinos y forasteros (cf. 1 Pe 2,11; Sal 38, 13) en este mundo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente. 3Y no tienen por qué avergonzarse, porque el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo (cf. 2 Cor 8,9). 4Esta es la excelencia de la altísima pobreza (Cf. 2Cor 8, 2), la que a vosotros, queridísimos hermanos míos, os ha constituido herederos y reyes del reino de los cielos (cf. Sant 2,5; Mt 5, 3; Lc 6, 20), os ha hecho pobres de cosas y sublimado en virtudes. 5Sea ésta vuestra porción, la que conduce a la tierra de los vivientes (cf. Sal 141,6). 6Adhiriéndoos totalmente a ella, amadísimos hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, jamás queráis tener ninguna otra cosa bajo el cielo.
7Y, dondequiera que estén y se encuentren unos con otros, los hermanos muéstrense mutuamente familiares entre sí. 8Y manifieste confiadamente el uno al otro su necesidad, porque, si la madre nutre y ama a su hijo (cf. 1 Tes 2,7) carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y nutrir a su hermano espiritual?
9Y, si alguno de ellos cayera enfermo, los otros hermanos le deben servir, como querrían ellos ser servidos (cf. Mt 7,12).
Capítulo VII
LA PENITENCIA QUE SE HA DE IMPONER A LOS HERMANOS QUE PECAN
1Si algunos de los hermanos cometieran, por instigación del enemigo, algunos de aquellos pecados acerca de los cuales estuviera ordenado entre los hermanos que se recurra solo a los ministros provinciales, dichos hermanos están obligados a recurrir a ellos cuanto antes puedan, sin demora.
2Y los ministros mismos, si son sacerdotes, impónganles la penitencia con misericordia; y, si no son sacerdotes, hagan que se la impongan otros sacerdotes de la orden, como vea que mejor conviene según Dios. 3Y deben evitar airarse y turbarse por el pecado de alguno, porque la ira y la turbación impiden en sí y en los otros la caridad.
Capítulo VIII
La elección del ministro general de esta Fraternidad y el capítulo de Pentecostés
1Todos los hermanos deben tener siempre a uno de los hermanos de esta Religión por ministro general y siervo de toda la Fraternidad, al cual están firmemente obligados a obedecer.
2Cuando este fallezca, hágase la elección del sucesor por los ministros provinciales y custodios en el capítulo de Pentecostés, al que están siempre obligados a concurrir todos los Ministros provinciales, dondequiera que lo disponga el ministro general; 3y esto han de hacer una vez cada tres años, o en otro término de tiempo mayor o menor, según lo ordene dicho ministro.
4Y si en algún momento pareciera a la generalidad de los ministros provinciales y custodios que dicho ministro no es la persona adecuada para el servicio y utilidad común de los hermanos, los referidos hermanos, a los que se ha confiado la elección, deberán elegirse, en el nombre del Señor, otro para custodio.
5Y después del capítulo de Pentecostés, cada uno de los ministros y custodios, si quiere y le parece conveniente, puede convocar a capítulo a sus hermanos, una vez, en ese mismo año en sus custodias.
Capítulo IX
Los predicadores
1Los hermanos no prediquen en la diócesis de un obispo, cuando éste se oponga a ello. 2Y ninguno de los hermanos se atreva en modo alguno a predicar al pueblo, si no ha sido examinado y aprobado por el ministro general de esta Fraternidad, y este le ha concedido el oficio de la predicación.
3Amonesto, además, y exhorto a estos hermanos a que, cuando predican, sean ponderadas y limpias sus palabras (cf. Sal 11,7; 17,31), para provecho y edificación del pueblo, 4anunciándoles los vicios y las virtudes, la pena y la gloria, con brevedad de sermón; porque breve fue la palabra del Señor sobre la tierra (cf. Rom 9,28).
Capítulo X
La amonestación y corrección de los hermanos
1Los hermanos que son ministros y siervos de los otros hermanos, visiten y amonesten a sus hermanos, y corríjanlos humilde y caritativamente, no mandándoles cosa alguna que vaya en contra de su alma y de nuestra regla. 2Y los hermanos que son súbditos recuerden que renunciaron por Dios a sus propias voluntades. 3Por eso, les mando firmemente que obedezcan a sus ministros en todo lo que prometieron al Señor observar y no va en contra del alma y de nuestra regla.
4Y dondequiera haya hermanos que sepan y conozcan que no pueden observar espiritualmente la regla, deben y pueden recurrir a sus propios ministros . 5Y los ministros acójalos caritativa y benignamente, y tengan con ellos tanta familiaridad, que los hermanos puedan hablar y comportarse con ellos como los señores con sus siervos; 6pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos.
7Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a los hermanos a que se guarden de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia (cf. Lc 12,15), preocupación y afán de este mundo (cf. Mt 13,22), difamación y murmuración, y los que no saben letras, no se preocupen de aprenderlas; 8aplíquense, en cambio, en aquello que por encima de todo deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación, 9orar continuamente al Señor con un corazón puro, y tener humildad, paciencia en la persecución y en la enfermedad, 10y amar a los que nos persiguen, reprenden y acusan, porque dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen y os calumnian (cf. Mt 5,44). 11Dichosos los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5,10). 12Y el que persevere hasta el fin, ese se salvará (Mt 10,22).
Capítulo XI
Los hermanos no entren en los monasterios de monjas
1Mando firmemente a todos los hermanos que no tengan con mujeres relaciones o consejos que engendren sospecha, 2que no entren en monasterios de monjas, excepto aquellos a los que les ha sido concedida una licencia especial por la Sede Apostólica; 3y que no sean padrinos de varones o mujeres, no sea que con ocasión de ello surja escándalo entre los hermanos o a causa de los hermanos.
Capítulo XII
Los que van entre los sarracenos y otros infieles
1Los hermanos que, por divina inspiración, quieran ir entre los sarracenos y otros infieles, pidan por ello licencia a sus ministros provinciales. 2Y los ministros no conceden licencia para ir, sino a los que vean que son idóneos para ser enviados.
3Además, impongo a los ministros, por obediencia, que pidan al señor Papa un cardenal de la santa Iglesia Romana, que sea gobernador, protector y corrector de esta Fraternidad; 4para que, siempre sometidos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica (cf. Col 1,23), observemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente prometimos.
Por tanto, a nadie absolutamente le está permitido quebrantar esta escritura de nuestra confirmación, o con osadía temeraria ir contra ella. Mas si alguno se atreviera a atentar contra esto, sepa que incurrirá en la indignación de Dios todopoderoso y de sus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.
Dada en Letrán, a 29 de noviembre, en el octavo año de nuestro pontificado.